Me gustaría que
de entre todas las fuerzas que fluyen a través del cosmos, las cosas y los cuerpos,
una,
me sacudiera en mitad de la noche
con ímpetu atrasada.
Una fuerza de tal magnitud que a pesar de los peligros,
de todas esas otras fuerzas que me humillan
-el propio miedo-
me arrastrara cogido del pecho, como una mano invisible,
hasta la misma morada de Moloch.
Aquel lugar donde han muerto tantos hombres y mujeres
y siguen muriendo.
Dicen que es la mano que me da de comer, pero yo sólo veo un monstruo.
Es cierto que Moloch trata bien a algunos,
pero no olvidemos que siempre exige perder la existencia.
Yo, el hombre pacífico, un cuerpo más, el prescindible,
pero poseído por la dignidad de un nuevo universo,
encaramado al cuerpo de Moloch,
clavándole un puñal en el cuello.
No sé por qué Moloch sigue comiéndose a nuestros jóvenes y a nuestros viejos,
devorando los deseos y las potencias.
Ya debería ser olvido.
Pero ahí sigue, haciendo de las suyas siglo tras siglo,
quizá porque nadie se ha atrevido.
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