miércoles, 9 de agosto de 2017

No somos los únicos damnificados, también mueren los hombres.

El centro era un lugar absurdo que había dado sentido a un tiempo,
cuando los hombres eran oficina,

después ya era tarde, nada había que hacer.

La muerte te contemplaba a un sólo centímetro de distancia.
Evitabas su mirada. Como si negar la evidencia, te permitiera ahuyentarla.

Cuando llegó el robot dejaste de afeitarte
 y tus ojos se colorearon como los míos.

Tu existencia, cada vez más pesada, dejó de tener consistencia,
si es que alguna vez la tuvo.



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