No recuerdo cómo llegué hasta aquí.
Los zombis,
que se me aproximan para jugar conmigo,
ni siquiera saben que han muerto.
Hablo en voz baja. No sé que decir.
Ese temor al despertar en un cuerpo que no es el mío.
Me invitan.
Me acicalan.
Salimos todas las noches
para poder dormir,
la necesidad de estar vivos, como sea,
con nuestros rostros cadavéricos
y pena,
nos dejamos arrastrar en tumultuoso desenfreno.
Esa risa casi desesperada,
como el llanto de un niño al que nadie asiste.
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