Estabas en el manantial, como tantas otras,
sumergida, sin voz, inalterada.
Eras la imposible.
Así que te dejé dormir tus sueños de sombra perpetua.
Pero no sé te ocurrió otra cosa que abrir los ojos,
y entre tantos rostros, descubrirme.
¿Por qué a mí?
Por qué pronunciaste la palabra secreta
que agita las células
y enloquece a los hombres.
Llegaste.
Caí.
Te fuiste.
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