jueves, 11 de mayo de 2017

No es tanto que las paredes del piso
se estrechen hasta aplastarme,
lo que ocurre, simplemente,
es que me va faltando el aire.

Imagino que todo es por culpa de mi yo interno
que se encuentra hiperventilado,
boqueando, el pobre, como un pez,
pimplándose de un trago todo el oxígeno del salón.

Lo que ocurre, simplemente, es que me estoy volviendo cianótico,
y esto no puede ser.

Hay que salir precipitadamente.
Calzarme mis calcetines y botas negras,
y vestirme con los restos;
mi pantalón negro, el arrugado,
el calzoncillo negro, el de la mala suerte,
mi camiseta negra,  la durmiente,
ponerme la cabeza negra, y salir a la calle con mi chubasquero negro,
ahora que llueve.

No he olvidarme del cuaderno nocturno, donde guardo algunas simientes.

Y salgo a la calle, tres minutos,
justo ahora que la tormenta me envuelve.

Se ha iniciado el fin del mundo, sorprendiéndome, entre el aguacero,
las piedras cayendo del cielo y el rayo fulminante,
atrapado en la marquesina del autobús.

Vuelvo a casa, qué remedio.










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