Llegan de todas las partes del país.
Me asombra que un día en concreto, quizá por algún algoritmo o patrón desconocido,
los robots salgan a las calles.
Se manifiestan en silencio.
Recorren la avenida principal del gran Mandril.
Nadie sabe lo que quieren.
Ni siquiera ellos.
Y a una hora en punto de la tarde se disuelven.
Después regresan a realizar sus faenas,
a limpiar los suelos,
a arrastrar enormes piedras en la cantera,
a escribir poemas,
a componer mecánicas canciones de amor.
Y a llevar al hombre envejecido en su silla de ruedas.
Yo les miro, pero desde entonces, les veo con otros ojos.
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