A veces resplandezco, y no sé cómo sucede.
Quizá sean estas manos mías capaces de alegrar a los muertos.
Si me piden que les arranque despacio el sudario, lo hago.
Si me ofrecen su comida, no la desprecio.
Me acuesto a su lado.
No pienso en nada.
Unos día me aburro, otros me desconcierto,
hasta que los muertos me expulsan,
me huyen,
no vaya a resucitarles,
lejos del Tártaro,
por temor al beso de las vestales.
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