En los tiempos del antropoceno,
cuando existían objetos y las personas eran cosas,
había quién se entretenía apeleando negros.
Cuando llegó el nuevo mundo desapareció el fetiche,
se desvaneció el pasado y la sombra de su sombra
pero los apaleadores continuaron
aunque ya no existan contenedores nocturnos disponibles para el fuego,
ni marquesinas del autobús
esperando a fragmentarse en miles de noches de cristales rotos.
Los mismos que a la llegada el paraíso,
empujaban enormes piedras desde Carabanchel Alto a Carabanchel Bajo
por diversión.
Rocas que se abrían camino rodando por el bosque, derribando frutales,
destrozándolo todo.
Entonces ocurrió.
Sucedió que tras un golpe brutal se resintieron las entrañas,
y se abrió una puerta con lo remoto.
Y un manantial brotó, viscoso.
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